El aumento sostenido de homicidios en 2025 marca un punto de inflexión en la seguridad ciudadana. Las cifras oficiales revelan una tendencia que supera administraciones previas y obliga a evaluar decisiones, prioridades y capacidades estatales. Son seis peruanos que mueren al día, según data oficial del Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef).
Además, el uso de armas de fuego en más del 75 % de asesinatos indica criminalidad más organizada y letal.
Este cambio cualitativo exige respuestas distintas: inteligencia, control de armas y presencia territorial efectiva, no solo declaraciones políticas.
Los testimonios de víctimas muestran un daño cotidiano que desborda estadísticas.
Comercios familiares, transporte público y barrios enteros ajustan su vida a la violencia, asumiendo costos que deberían corresponder al Estado.
El blindaje de buses y chalecos antibalas para choferes simbolizan una privatización de la seguridad.
Cuando empresas y trabajadores se protegen solos, se evidencia una brecha entre el riesgo real y la respuesta pública.
En paralelo, la caída de la aprobación presidencial refleja una desconexión entre el discurso oficial y la experiencia ciudadana. Celebrar gestión “a toda máquina” resulta insuficiente si la inseguridad domina la agenda social.
La seguridad es una política de resultados. Medir, corregir y rendir cuentas es indispensable. Sin una estrategia integral y evaluable, la violencia seguirá imponiendo su propia lógica sobre la vida cotidiana.