¿Por qué algunos creadores de la arriesgada aventura editorial o protagonistas de la llamada gestión cultural señalan como censura la ausencia o el retiro de la subvención estatal para sus casi heroicos proyectos? La censura, propiamente dicha, es un dictamen, una orden explícita que se concibe como parte de una política integral de sometimiento que busca apagar el fuego de la disidencia en regímenes de corte marcial o de elección democrática. La censura es un castigo a la divergencia y en el castigo habita la amenaza para los que osen enfrentar al poder desde la opinión, el activismo o la simple negación a cumplir las reglas. Es un hecho represor.
Quien censura tiene el poder de hacerlo porque cuenta con la fuerza de la arbitrariedad hecha ley y con la capacidad de administrar recursos a discreción, cual cacicazgo, lo que le permite al jerarca de turno diferenciar al leal del crítico y perseguir al opositor. Por ello, mientras menos recursos se encuentren en manos del funcionario, mayor libertad tendremos los que creemos en la paz del intercambio y en la horizontalidad de nuestros derechos.
No puede haber censura en la falta de subvención estatal. Porque, antes de eso, preguntémonos ¿por qué tendría el Estado que financiar un negocio cultural que provee de riqueza a todos sus involucrados?, ¿acaso no hay generación de riqueza (¡lucro!, palabra maldita) en el universo de la cultura? Hay ganancia en el alquiler de inmuebles para las librerías que buscan ganancia en la venta de libros (por nimia que pueda ser). Hay lucro en los honorarios del curador de alguna muestra artística. Hay lucro en los servicios del influencer que promociona una feria del libro.
Ante esto, ¿por qué el Estado se muestra tan obsequioso para intervenir como financista en un sector que, al igual que la ganadería, la tecnología o el transporte, nos proveen de satisfacciones cotidianas en distintos niveles de consumo y segmentos de mercado? La cultura no padece de complejo de inferioridad. No necesita muletas para andar. Un libro es tan tangible como un teléfono celular. Una pintura es tan perceptible como una botella de agua o un pantalón vaquero. Un programa de lectura es tan financiable por un agente privado (una firma comercial o un club de libreros) como un torneo de futbol de barrio. La rentabilidad la definimos nosotros, los consumidores, con nuestras elecciones. Valoramos y priorizamos nuestros gustos según el costo y la oportunidad.
No hay actividad cultural independiente, por otro lado, que se financie con presupuesto público. Independencia significa sin ataduras, sin condicionamientos. ¿Cuánta independencia hay en una empresa cultural (un diario, una compañía editorial o una librería) cuyos ingresos dependen, en gran medida, del agente estatal? El Estado tiene una línea política, la del gobierno de turno, por lo tanto, una mirada específica que afecta con sus normas a los ciudadanos (menos a ellos, los políticos, en tantos inescrupulosos casos), a nuestro pesar.
¡Siempre será un riesgo para el negocio defraudar al principal financista! No es censura mientras no exista coacción para silenciar la voz. No contar con el financiamiento del Estado para cualquier gesta cultural es una señal de libertad que pocos valientes se atreven a librar.