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En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, yendo con sus discípulos hacia Jerusalén, entra en Betania «y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María» (Lc 10,38-39). Por el evangelista Juan, sabemos que Jesús «amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5), eran pues buenos amigos. Movida por la virtud de la hospitalidad, muy apreciada en el pueblo de Israel, y como probablemente lo haría también cualquier persona al recibir a un buen amigo y sus no pocos acompañantes, Marta se pone a preparar todo lo necesario para atenderles. 

Probablemente invitarles de comer y beber para que se restauren del viaje. Así, dice el evangelista, «andaba muy afanada con los muchos servicios» (Lc 10,40). María, en cambio, «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10,39). Indignada por esta actitud de su hermana, que no la ayudaba en los quehaceres, y confundida porque Jesús se lo permitía, le reprocha: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano» A lo que Jesús le responde con afecto: «Marta, Marta, andas inquieta y agitada en muchas cosas, cuando sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no le será quitada» (Lc 10,40-42).

Con estas palabras, Jesús nos hace caer en la cuenta de dos cosas. La primera es que, aunque movida por el deseo de hacer el bien, Marta ha terminado inquieta y agitada, lo cual no es buena señal. De hecho, su agitación la ha llevado a juzgar a su hermana María y, podemos decir también, al mismo Jesús. Lo que pone de manifiesto que ha perdido la gratuidad del amor, porque cuando uno hace las cosas por amor, las hace sin esperar nada a cambio. No juzga, no exige ni condena. 

La exigencia de que el otro se comporte como uno, es un síntoma de que ese “uno” se ha erigido a sí mismo en ley suprema, cuando la única ley suprema es la dada por Dios: el amor. Sobre esta ley divina, dice la Palabra de Dios: «El que habla mal de su hermano o el que critica a su hermano está hablando mal de la ley y criticando la ley; y si criticas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez…¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?» (Sant 4,11-12). 
Lo segundo en que Jesús nos hace caer en la cuenta es que, si bien es cierto que en este mundo tenemos que hacer muchas cosas, hay una prioritaria. La única que no nos será quitada: escuchar a Dios, como en ese momento lo estaba haciendo su hermana María. Lo dice en otro momento el mismo Jesús: «Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

Comentando este pasaje, dijo hace un tiempo el Papa Francisco: «La palabra de Jesús no es abstracta, es una enseñanza que toca y plasma la vida, la cambia, la libera de las opacidades del mal, satisface e infunde una alegría que no pasa: la palabra de Jesús es la parte buena, la que había elegido María. Por eso ella le da el primer lugar: se detiene y escucha. El resto vendrá después. Esto no quita nada al valor del empeño práctico, pero eso no debe preceder, sino brotar de la escucha de la palabra de Jesús. De lo contrario, se reduce a fatigarse y agitarse por muchas cosas, se reduce a un activismo estéril» (Angelus, 17.VII.2022).

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