Tras la reciente sesión extraordinaria del concejo provincial de Arequipa en la que se rechazó, por tercera vez, la solicitud de vacancia del alcalde Víctor Hugo Rivera Chávez —con 11 votos en contra y solo 4 a favor—, se ha puesto en evidencia una profunda crisis de gobernabilidad, institucionalidad y ética pública en el gobierno municipal. Es inconcebible que, habiéndose comprobado mediante órdenes de servicio, fotografías, testimonios y el informe de la Contraloría, la existencia de un beneficio personal directo y un evidente conflicto de intereses, la mayoría del concejo haya optado por blindar políticamente al alcalde. El mensaje que se transmite a la ciudadanía es alarmante: que los intereses particulares están por encima del interés público; que el poder se ejerce sin consecuencias, y que la ética pública puede relativizarse cuando conviene a la mayoría política del momento.
Lo más grave de este episodio no es solo la conducta del alcalde, sino la indiferencia y permisividad del resto de regidores que, al haber rechazado la vacancia, se convierten en cómplices morales de una gestión marcada por la improvisación, la opacidad y la desconexión con las necesidades reales de la ciudad. Lejos de representar un contrapeso institucional, el concejo ha actuado como un cuerpo complaciente, rehén de intereses políticos, que prioriza la lealtad al poder sobre su función fiscalizadora.
Mientras tanto, Arequipa sufre las consecuencias de este desgobierno. La ciudad enfrenta un creciente desorden urbano, abandono de obras públicas, conflictos con sindicatos y trabajadores municipales, escasa inversión en seguridad ciudadana y un clima generalizado de desconfianza hacia sus autoridades. La sensación de caos se ha instalado no solo en los servicios municipales, sino también en la percepción colectiva de los ciudadanos, que ven cómo sus representantes se enfrascan en disputas políticas mientras los problemas estructurales siguen sin resolverse.
Resulta evidente que la crisis actual trasciende el caso puntual del uso indebido de un trabajador para funciones personales. Este episodio es apenas un síntoma de una gestión incapaz de liderar con visión, planificación y responsabilidad. La legitimidad política del alcalde ha sido erosionada no solo por el escándalo ético-administrativo, sino también por su inacción frente a los grandes retos de la ciudad y su desdén por las normas más básicas de la función pública.
Arequipa merece autoridades íntegras, comprometidas y capaces. Lo ocurrido en la reciente sesión de vacancia no puede ni debe pasar desapercibido. La defensa de la institucionalidad y el interés público es tarea de todos, pero empieza por la acción firme de quienes, habiendo sido elegidos para servir al pueblo, han optado por proteger intereses propios o de terceros.
La ciudad está en una encrucijada: o se continúa normalizando el uso personalista del poder y la negligencia administrativa, o se reacciona con firmeza para restituir la transparencia, la ética y el buen gobierno. El tiempo para mirar hacia otro lado ha terminado.