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Perú celebra entre ruinas y sombras del caudillismo

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DIARIO VIRAL

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Un aniversario entre escombros. Este 28 de julio, el Perú conmemora un nuevo aniversario de su independencia. Pero no hay júbilo. Solo una incómoda sensación de déjà vu: crisis política, desconfianza social, y un Estado que, en vez de servir, estorba. Se suponía que la independencia nos daría soberanía y libertad; dos siglos después, seguimos atrapados en el mismo laberinto de caudillismo, corrupción y desgobierno.

El siglo XIX estuvo plagado de caudillos militares —Castilla, Gamarra, Echenique— que impusieron su voluntad sobre la ley. Hoy ya no se visten de uniforme ni encabezan pronunciamientos, pero siguen entre nosotros. Caudillos modernos con redes clientelares, agrupaciones políticas construidas para su lucimiento personal, y una concepción patrimonialista del poder. La política peruana no es de ideas, es de nombres propios. El personalismo se impone a las instituciones, y con ello, todo se debilita.

La presidenta, sin partido ni liderazgo claro, gobierna por inercia. Su gabinete, un desfile de improvisados, no ofrece soluciones sino más incertidumbre. Pero lo del Congreso es peor: una institución que debería ser contrapeso se ha convertido en el epicentro de la descomposición.

Casi la mitad de sus integrantes enfrentan denuncias por corrupción o faltas éticas. Desde allí se dictan leyes para favorecer a mafias, se negocian intereses opacos y se busca controlar organismos autónomos con descaro.

Entre estos, la Defensoría del Pueblo —uno de los pocos espacios que alguna vez hizo contrapeso ético— ha caído. Convertida en una oficina de relaciones públicas del régimen, ha dejado de ser la voz de los sin voz para volverse escudo del poder. En lugar de defender derechos, justifica abusos. Su silenciamiento frente a la represión, la corrupción y el desmantelamiento institucional es escandaloso.

Pero no todo está perdido. Jorge Basadre, en su lúcida obstinación, nos recordó que “el Perú es más grande que sus problemas”. Y lo es, aunque a veces cueste creerlo. Porque entre tanto cinismo y mediocridad, aún subsisten gestos de decencia: ciudadanos que protestan, colectivos que se organizan, medios que investigan, sectores académicos que insisten en el debate serio. También hay políticos —pocos, sí, pero valiosos— que aún creen en la reforma, en la legalidad, en el bien común.

Este 28 no debería celebrarse con entusiasmo forzado. Debería ser un momento de reflexión nacional. La independencia no se completa con desfiles ni con discursos vacíos: se concreta con instituciones firmes, ciudadanos vigilantes y un Estado que funcione para todos.

Si no cambiamos el rumbo, seguiremos en este círculo vicioso. Pero si nos atrevemos a mirar más allá del caudillismo, quizás podamos, por fin, estar a la altura de la república que alguna vez soñamos.
 

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