Uno de los primeros libros que leí antes de cumplir doce años fue El hombre mediocre, escrito en 1913 por el filósofo y psiquiatra argentino José Ingenieros.
A lo largo del tiempo lo he releído tres veces. Me sirvió como referente para examinar momentos clave del contexto en que me ha tocado vivir.
Ingenieros distingue dos tipos de personas: el idealista y el mediocre. El primero tiene principios y lucha por el progreso ético, social y moral. El segundo se conforma.
El mediocre carece de iniciativa, es pasivo, evita el conflicto y prioriza su comodidad. Se acomoda a la rutina. No aspira ni propone. Solo repite.
La mediocridad, queda claro, es un obstáculo mayúsculo para el desarrollo. Ingenieros no lo dice con medias tintas. Nosotros, como sociedad, deberíamos tomar nota.
Si contrastamos sus ideas con la realidad nacional, descubrimos que estamos muy lejos del idealismo que él defendía. Más bien, encajamos en el molde del mediocre.
Resulta doloroso comprobarlo. Para Ingenieros, el idealismo impulsa el progreso. Las sociedades avanzan cuando hay individuos que no se conforman con la realidad existente.
El mediocre, en cambio, representa el conformismo, la falta de aspiraciones y la priorización del interés propio por encima del bien común. Nada más actual.
En el Perú, la mayoría de figuras públicas responde al perfil del hombre mediocre. La política se ha convertido en un escenario dominado por intereses personales.
Los principios éticos han quedado al margen. La inestabilidad presidencial, los escándalos de corrupción y el uso del poder para beneficio propio son solo síntomas.
La ciudadanía, mientras tanto, observa. No siempre con indignación. A veces con resignación.
Así, el servicio público deja de tener sentido. Nadie se siente representado.
La corrupción en el país no es nueva. Pero ha alcanzado niveles alarmantes. Ingenieros advertía que la mediocridad prospera cuando se premia la obediencia ciega.
La pasividad y el oportunismo se vuelven moneda corriente. En ese contexto, la corrupción se normaliza. No solo contamina a los gobernantes. A menudo, también al ciudadano.
Aunque existen sectores movilizados, la cultura política general carece de una visión transformadora. Como advertía Ingenieros, sin idealistas, las sociedades se estancan y se vuelven frágiles.
Frente a esto, la educación es clave. Debe formar el carácter y estimular la libertad de pensamiento. No basta con ampliar la cobertura: importa también la calidad.
Persisten enormes desigualdades entre el ámbito urbano y el rural. Y el sistema educativo no siempre cultiva la creatividad, el pensamiento crítico ni la conciencia cívica.
Eso refuerza una cultura pasiva, acrítica, poco exigente con sus líderes. Una sociedad así no se transforma. Ni se sacude de la mediocridad que la asfixia.
El hombre mediocre ofrece un marco valioso para analizar el Perú actual. En un país marcado por corrupción, desigualdad e inestabilidad, las ideas de Ingenieros siguen vigentes.
Recuperar la ética, la educación y el compromiso ciudadano no es una tarea fácil. Pero es urgente si queremos construir una sociedad más justa, libre y crítica.