Pensaba que el tema de la impunidad ya estaba agotado con la ley de impunidad dada por el Congreso que libra de investigaciones y castigo a los malos miembros de las fuerzas armadas que violaron los derechos humanos entre 1980 y el 2000; o con la sentencia del Tribunal Constitucional que libra de investigaciones a Dina Boluarte. Sin embargo, la reciente designación de Juan José Santiváñez como ministro de Justicia, constituye una nueva señal de impunidad basada en una lógica de blindaje político.
Recordemos que Santiváñez fue censurado por el Congreso en marzo de este año por su cuestionada gestión como ministro del Interior. Este oscuro personaje no solo retorna al gabinete, sino que lo hace en una cartera clave para el control institucional y la defensa de los derechos humanos. Su nombramiento, lejos de ser una apuesta por la reforma, es una estrategia para consolidar una red de protección frente a las crecientes investigaciones que rodean al entorno personal y familiar de Boluarte.
Santiváñez enfrenta una orden de impedimento de salida del país por presunto tráfico de influencias, además de investigaciones fiscales por favorecer a clientes desde su estudio jurídico cuando ocupaba cargos públicos.
Su retorno al Ejecutivo se alinea con los intereses del régimen de Boluarte: deslegitimar a la Fiscalía, cuestionar al Poder Judicial y promover una apresurada reforma del sistema de justicia que, en lugar de fortalecerlo, lo sometería a la lógica del poder político. Y, precisamente esta semana, se ha producido el allanamiento fiscal a la vivienda de Nicanor Boluarte, hermano presidencial, como parte de investigaciones por presuntos actos de corrupción, actos que involucran a Santiváñez.
La reacción del Ejecutivo fue lamentable: Boluarte, en un acto público y oficial, calificó el operativo como “un muñeco armado” y acusó a los fiscales de fabricar carpetas sin sustento jurídico.
Al día siguiente, el Consejo de Ministros en pleno emitió un comunicado rechazando dicho acto legal contra el hermano de Boluarte, lo que no solo politiza la administración de justicia, sino que revela una estrategia de victimización institucional que busca desviar la atención de los hechos concretos investigados.
La narrativa oficial insiste en que estas acciones son parte de una campaña de desestabilización. Sin embargo, lo que se observa es una preocupante normalización de la impunidad.
El Ejecutivo no solo desacredita a las instituciones encargadas de investigar, sino que premia a funcionarios cuestionados con cargos de alta responsabilidad. El mensaje es claro: la lealtad política pesa más que la idoneidad ética. Boluarte parece empecinada en que su único legado sea la impunidad como política de Estado.