A plena luz del día y sin que nadie lo sospechara, Nadine Heredia, ex primera dama y condenada por lavado de activos, ejecutó una maniobra que dejó al país en vilo: mientras Ollanta Humala era detenido y trasladado a prisión tras la lectura de su sentencia, ella ya se encontraba dentro de la Embajada de Brasil solicitando asilo.
Un escape calculado, silencioso y jurídicamente blindado, que deja en evidencia no solo su astucia, sino también las grietas del sistema judicial peruano y la lentitud de sus reflejos institucionales.
Aunque en público Heredia tenía el papel de “la esposa del candidato”, en la práctica la reconocían como la lideresa de los nacionalistas y, como ha confirmado el Poder Judicial, fue protagonista directa del esquema de financiamiento ilegal con fondos de Venezuela y Odebrecht. Su condena era cuestión de tiempo. Lo que no previeron los jueces ni la opinión pública fue que la señora Heredia tendría listo un plan de fuga legal, amparada en una figura de derecho internacional que ahora pone al Gobierno de Brasil en el centro del tablero.
Esta solicitud de asilo representa una burla a la justicia peruana. Mientras su esposo asume la cárcel como corresponde a un condenado, Nadine apuesta por la diplomacia y por la política exterior para eludir la prisión. El pedido, de ser aceptado por Brasil, obligaría al Estado peruano a otorgarle un salvoconducto, allanando el camino para su huida. No es solo un desafío judicial; es un mensaje peligroso: si tienes los contactos, el poder y el momento justo, la justicia puede esperar.
Hoy el país vuelve a observar cómo una figura política poderosa se escabulle, como tantas veces antes lo hicieron otros. Heredia supo ordenar sus reglas para evitar sus consecuencias. Su escapatoria, ejecutada con la frialdad de quien ya ha vencido, marca un capítulo más de la impunidad que nos sigue carcomiendo como nación. Y si alguien aún duda de su inteligencia, que observe cómo convirtió una sentencia en un pasaje diplomático.