José “Pepe” Mujica no fue un político perfecto, pero sí uno de los más coherentes que ha tenido América Latina. Su muerte, este martes 13 de mayo, a los 89 años, marca el final de una era en la que el poder podía convivir con la humildad. Mujica se convirtió en símbolo de una izquierda que entendía que el amor es el motor de la vida. Lo mejor que deja no es su presidencia, sino su humanidad. “Se me fue la juventud”, dijo alguna vez. Y sin embargo, su legado tiene una fuerza vital que pocos líderes logran transmitir.
En una entrevista con CNN, declaró con la serenidad que lo caracterizó sobre la izquierda, para él no era una consigna vacía, sino “la lucha por un poco más de igualdad en el mundo”. Reconoció que la izquierda fracasó históricamente y tuvo un costo excesivo, y no dudó en afirmar que hoy muchos solo quieren el poder para sí mismos. No se traicionó: abrazó el pragmatismo, no el oportunismo.
Mujica también criticó los populismos de derecha, señalando que estos surgen de la desaparición de los partidos políticos, dejando paso a grandes individuos que alucinan con solucionarlo todo. Pero fue más allá: advirtió que tanto desde la derecha como desde la izquierda, hay quienes solo buscan quedarse en el poder.
En su vida, el poder no fue un fin, sino una herramienta para servir. Gobernó sin lujos, vivió en una granja y allí tiene un árbol especial con una mesa y bancas donde pidió que sus cenizas sean enterradas.
Mujica es recordado por donar su sueldo y defendió derechos impopulares con firmeza. Fue guerrillero, senador, presidente y, sobre todo, un filósofo práctico.
Vivió de forma austera, denunció el consumismo, defendió la naturaleza y sostuvo que la política debía estar al servicio de la gente, no de los intereses. Su vida entera fue una declaración de principios. Nos enseñó que el guerrero tiene derecho a su descanso, pero también que levantarse tras cada caída es la verdadera victoria. Hoy, más que nunca, el mundo necesita menos ídolos vacíos y más ejemplos como Pepe Mujica.