El ministro de Justicia, Juan José Santiváñez, ha cruzado una peligrosa línea al faltar abiertamente el respeto al Ministerio Público y a sus fiscales. En entrevista con RPP, no solo calificó de “peón” al fiscal Carlos Ordaya, atribuyéndole falta de capacidad intelectual, sino que insinuó la existencia de una organización criminal dentro de la propia Fiscalía, encabezada —según él— por alguien “más arriba”. Acusar sin pruebas y deslegitimar de esta forma a las instituciones que deben investigarlo no es defensa, es ataque frontal al estado de derecho.
Resulta alarmante que el titular de Justicia, en vez de explicar con serenidad su situación en el caso Ícaros, donde se le investiga como presunto “hombre clave” de una red criminal en el Estado, haya optado por desacreditar a la Fiscalía. No se trata de un ciudadano cualquiera lanzando frases altisonantes en un café, sino del ministro encargado de garantizar la legalidad, quien debería ser ejemplo de respeto institucional. Lo que hemos visto, en cambio, es un comportamiento irreverente, propio de alguien que se siente acorralado.
Las declaraciones del ministro no solo son temerarias, sino que además alimentan la desconfianza pública hacia la Fiscalía y el Poder Judicial. Reducir las investigaciones a un “modus operandi” mediático, en el que periodistas, jueces y fiscales conspiran en su contra, es un libreto ya conocido: el de quienes se victimizan para evadir responsabilidades. La democracia necesita ministros que fortalezcan las instituciones, no que las conviertan en objeto de burla o sospecha.
Santiváñez insiste en que sus reuniones en el café Cordano fueron “privadas y amicales”. Sin embargo, las explicaciones importan menos que el tono de desprecio con el que habla de los fiscales. Un ministro que insulta y acusa a quienes lo investigan demuestra poco respeto por la justicia que dice defender. Al final, no es el Ministerio Público el que queda en entredicho con sus palabras, sino la credibilidad del propio ministro.