La reciente incautación de más de 20 000 cartuchos de emulsión tipo hidrogel en Retamas, La Libertad, expone una vez más la escala del riesgo que representa la minería ilegal en el Perú. Este hallazgo no es un hecho aislado, sino parte de una red operativa que articula explosivos, crimen organizado y territorio sin ley. El Estado responde con operativos, pero la pregunta de fondo persiste: ¿cómo se ha sostenido tanto tiempo este sistema paralelo?
La minería ilegal no se define solo por su informalidad; es una economía con reglas propias, clientelas locales y estructuras logísticas complejas. La ausencia de fiscalización efectiva en zonas como Pataz convierte al subsuelo en moneda de cambio entre redes criminales y poblaciones dependientes. Mientras tanto, discursos políticos polarizan el debate sin resolverlo.
El gobierno actual endurece su postura, pero la erradicación sin alternativas productivas puede profundizar la crisis social.
Más allá de los discursos de orden, se requiere una estrategia nacional que no confunda informalidad con criminalidad. No toda minería no formalizada es ilegal ni todo trabajador minero es un delincuente. Equiparar ambas realidades solo alimenta el estigma. La política pública debe separar responsabilidades, atacar a las mafias con firmeza, pero también abrir vías para formalizar a quienes desean operar en regla. Sin eso, la represión será efímera.
Combatir la minería ilegal exige más que decomisos. Supone entender su lógica territorial, sus vínculos con la economía local y sus efectos sobre derechos humanos, medioambiente y seguridad. El reto es monumental y exige Estado presente, fiscalización técnica, desarrollo alternativo y un enfoque humano. Porque detrás de cada operativo, hay vidas que subsisten —o mueren— entre oro, violencia y abandono.