La minería artesanal ha dejado de ser esa actividad noble y resiliente. Hoy, arrastra consigo una sombra difícil de ignorar: su creciente vínculo con estructuras criminales. A esto hay que añadirle un fenómeno igual de preocupante: la manipulación política y social de los mineros informales, usados como carne de cañón para presionar al Estado bajo el disfraz de lucha popular. ¿El resultado? Carreteras bloqueadas, regiones paralizadas y una población que no les importa.
Este 7 de julio, siete vías estratégicas del país amanecieron bloqueadas por grupos de mineros excluidos del Reinfo. Lo hicieron no porque se vulneraran sus derechos, sino porque durante años ignoraron sus obligaciones. Más de 45 000 no avanzaron ni un solo trámite desde 2020, según datos oficiales. Algunos incluso alquilaban permisos como si fueran terrenos, traficando derechos que no les pertenecen. ¿Y ahora se victimizan? No. Se trata de una irresponsabilidad acumulada que estalla como chantaje social.
Claro que hay que diferenciar. Muchos ciudadanos han optado por la minería artesanal como salida económica legítima. Estas sí necesitan apoyo, asistencia técnica, legislación clara y acceso a mercados formales. Aunque muchos mineros informales también fueron asesinados por criminales sedientos de las ganancias de explotar oro.
El negocio de la minería ilegal -ese que no paga impuestos, que lava dinero y que corrompe autoridades- no puede seguir camuflado como “pequeña minería”. No lo es.
El Congreso juega su parte con descaro. Se niegan a debatir una nueva ley minera para el país y prefieren lavarse la cara con proyectos cosméticos como la Ley MAPE, que solo busca extender el caos con otro nombre. Mientras tanto, el Estado abdica su deber de autoridad. Si no se traza una línea clara entre minería con derechos y minería criminal, seguiremos condenando al Perú a la impunidad extractiva.