El reciente anuncio del Ministerio de Educación (Minedu) sobre la separación de 1 097 trabajadores del sector —entre docentes y personal administrativo— investigados o sentenciados por delitos gravísimos como violación sexual, terrorismo o feminicidio, representa una medida urgente y necesaria. Sin embargo, lo que debería alarmar no es solo la acción tomada, sino el hecho de que estas personas ya se encontraban trabajando en instituciones educativas del país, muchas veces con acceso directo a niños y adolescentes. El sistema permitió que esto ocurriera, y eso es lo que debe revisarse con profundidad.
La política de “separación preventiva” para quienes aún tienen procesos judiciales en curso puede interpretarse como una forma de cautela legal. No obstante, la magnitud del número —928 casos— exige una reflexión institucional más honesta: no se trata solo de revisar antecedentes, porque muchos de estos perfiles, al momento de ser contratados, cumplían los requisitos. El verdadero problema es que algunos se transforman en figuras de riesgo estando en servicio. Por eso, urge fortalecer los sistemas de monitoreo, acompañamiento y alertas tempranas dentro de las escuelas.
El bloqueo a más de 2400 docentes investigados en el sistema de plazas es otro avance importante, pero reactivo. No basta con impedir su reingreso: es indispensable implementar protocolos más rigurosos de seguimiento ético, capacitaciones sobre conducta y canales de denuncia que funcionen con prontitud y resguardo. La seguridad en las escuelas no es solo física: también es moral, emocional y psicológica.
La educación forma el carácter y el criterio de una sociedad. Si permitimos que quienes deben guiar a nuestros niños representen un peligro, estamos traicionando ese principio. Reconocer que se ha actuado tarde no es una señal de debilidad, sino el inicio de una reforma seria. Separar es apenas el primer paso; lo que sigue es garantizar que nunca más se repita.