Opinión

Más Hazlitt, menos Trump

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Podríamos decir que el fundamento del libre comercio para Adam Smith es que en todos los países, el interés de la gente es comprar lo que necesite al mejor precio posible. Es decir, se trataba entonces y se trata ahora de un enfoque con innegable sentido común. Si alguien puede ofrecerme un producto mejor que el que yo podría confeccionar, preferiré comprarlo para evitar angustias y frustraciones propias. Y en la medida que otros tantos aparezcan con las mismas o mejores destrezas para producir algo que satisfaga o supere mis expectativas, mayor será la posibilidad de adquirir tales mercancías porque la competencia originará precios cada vez más asequibles para el consumidor. 

Pero allí no se agota el beneficio mayúsculo del libre comercio que, en síntesis, distribuye y especializa mejor el trabajo de manera espontánea, sino que al tener mayor capacidad de compra por contar con mejores precios, podemos destinar parte de nuestro dinero a otros usos permitiendo satisfacer más necesidades y generando ganancias a otras industrias. Algo irrealizable en el caso de no existir variedad en la oferta, ocasionando precios altos y restringiendo nuestro consumo. ¡Cuántas transacciones se frustrarían si viviéramos ajustados a las compras básicas! Adiós a la industria automotriz, del entretenimiento, la gastronomía, el deporte de aventura, los productos tecnológicos avanzados y tantos más!

El empleo, aquello que facilita el bienestar a las familias, proviene de toda esta red de acciones alternas. Interrumpir alguna etapa de esta red, castigaría el ingreso de las familias productoras y consumidoras. Este proceso de mercado tan elemental que ha permitido, a través de los siglos, alcanzar niveles impensables de mejora en la calidad de vida de las personas, hoy está siendo puesto en cuestión, globalmente, porque algunos mandatarios, enérgicos pero atolondrados, entienden que proteger a los productores de sus regiones implica frenar la llegada de la variopinta oferta de allende los mares. 

«Lo que los países le cobren a los Estados Unidos de América, se lo cobraremos. Ni más ni menos», ha dicho Donald Trump desde la Oficina Oval. Es decir, las medidas restrictivas que impone la Casa Blanca en su comercio exterior son la necesaria reciprocidad a lo que otros países aplican a Estados Unidos. Con ellas, las cosas se ponen en su “justa balanza”. Interpretémoslo así. 

El problema es que su concepto de proteger, en realidad supone perjudicar. Y su mirada comercial es la mercantilista de los siglos XVII y XVIII. ¡Hazlitt para Trump, por favor! «El sobreprecio que los consumidores pagan por un artículo protegido reduce en una suma igual su capacidad adquisitiva para comprar otros artículos. No se deriva de ello ganancia alguna para la industria del país. Tal barrera artificial levantada contra los productos extranjeros, el trabajo, el capital y la tierra son desviados de las producciones más rentables a otras que ofrecen menores perspectivas. Por lo tanto, como consecuencia de los obstáculos arancelarios, la productividad media del trabajo y de capital nacional quedará disminuida» (La economía en una lección). 

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