En un plan de prometérmelo todo, me enrumbé, hace muchos años, con Juan Preciado a escrutar sus orígenes en Comala, un pueblo de tez sombría, calles moribundas y sigilos inexpugnables. Andar esos caminos con la dificultad de los tiempos y los espacios fracturados que el narrador impone al lector, hizo que mi travesía por aquel poblado, muy cercano a las reminiscencias de un minúsculo Apulco, donde verdaderamente nació el autor, no solo cubriera parajes desolados, sino que además estuviera todo el camino acompañado de voces que murmuraban, ofrecían cobijo, paz, pero también esparcían el miedo y la zozobra.
El abandono, la soledad y las sombras de una identidad difuminada entre la muerte y la orfandad a las que Juan Rulfo se enfrentó desde muy niño, con su padre y su abuelo muertos en la revolución, y su madre, enferma, pocos años después, cebaron esta historia para convertirla en una obra que permitió, magistralmente, unir la conciencia con la búsqueda de un destino irresoluto.
Trasladar esta historia a la pantalla, como en una minuciosa mudanza con los cajones empolvados, llenos de esa mística que hizo de Pedro Páramo un lugar ineludible en la novela hispanoamericana, donde la nostalgia, el arrepentimiento y la imposible redención del pasado se fusionan, ha sido, sin duda, un soberbio esfuerzo que el director mexicano Rodrigo Prieto y su equipo han logrado para emocionar casi de la misma manera que el libro abierto nos permitió en su momento, respetando la estructura de los acontecimientos, imprimiendo el clima lóbrego de aquella desventura y aceptando a la muerte como una protagonista sin rostro, pero omnipresente a lo largo del relato.
De Comala, Rulfo diría «está, pero no está», es decir no en el mapa ni en el semblante de su gente, sino en el aislamiento de sus insignificantes biografías, en sus cotidianas tragedias, en sus interminables periodos de luto. Cuando el estremecimiento se produce en la película, tal cual a través de lo escrito en la novela, entendemos que hemos sellado con el director un pacto de complicidad, en el que nos vamos convirtiendo en Juan Preciado, buscando a un padre que significó para muchos la fatalidad y la rabia del desamparo. Más que respuestas, nos sumergimos entonces en desconciertos.
Pedro Páramo es una novela de fantasmas, lo dijo Rulfo, allá en los años setenta, con Joaquín Soler en una entrevista televisada a la que accedió con cierto embarazo por su personalidad tímida, muy ajena a las exposiciones públicas. Una novela donde los fantasmas recobran la vida y la vuelven a perder. Una novela escrita con dificultad, premeditadamente. Allí reposa el mérito del filme, en convertir el complejo lenguaje literario y a la vez transformador en uno de ingeniosos recursos cinematográficos, sin caer en fútiles atajos para el entendimiento del espectador, cumpliendo el deseo de un autor que, a través de sus obras, breves en extensión y mínimas en cantidad, conversa consigo mismo para desahogarse, encontrarse quizá con sus muertos, escapar de la miseria de la ciudad o, mejor dicho, soportarla mejor.
Muy pocas veces la novela y lo realizado, desde ella, para la pantalla convergen sin tropiezo o complicación. Esta última versión fílmica cuenta como una de esas rarezas. El mundo de Rulfo, que es el mismo que nos aprieta por todos lados, ha encontrado en esta cinta una puerta para su intensa evocación.