Santa Elena: la cortina que no tapó nada
Gustavo Petro quiso esconder el incendio con una cortina, y terminó avivando la hoguera. En medio del escándalo judicial que arrastra a su hijo —procesado por lavado de activos y financiación ilícita—, las huelgas que paralizan los hospitales, las protestas que sacuden Boyacá y una investigación que amenaza con trepar hasta él, el presidente colombiano agitó la bandera de la soberanía... contra el Perú.
A esa tormenta se sumó, el 1 de agosto, la sentencia que condenó a doce años de prisión domiciliaria al expresidente Álvaro Uribe. La reacción fue inmediata: marchas masivas en distintas ciudades y un país otra vez dividido entre uribistas y petristas. Petro no solo enfrenta el desgaste de su gestión, sino también una marea opositora creciente y emocionalmente movilizada.
En ese contexto, cuestionó el Tratado Salomón-Lozano de 1922 —ratificado en 1928 por Colombia y Perú— que resolvió la disputa limítrofe y fijó la soberanía peruana sobre la isla Santa Elena. No es un tratado olvidado ni ambiguo: es el documento fundacional de la frontera nororiental del Perú. Desconocerlo es dinamitar desde adentro la base jurídica que Colombia ha defendido como legítima por casi un siglo.
Petro lo hizo. Y lo hizo solo. En segundos, el Congreso —incluido su propio bloque—, expresidentes, excancilleres y juristas lo dejaron colgado del pincel diplomático. Y si bien la Cancillería optó por el silencio, quien sí se pronunció fue la exvicepresidenta Marta Lucía Ramírez: “No es cierto que Colombia tenga disputa fronteriza o histórica con el Perú”. Para ella, Petro utiliza el tema como distractor en medio de su creciente aislamiento político.
¿Fue estrategia o torpeza? ¿Cortina de humo o convicción ideológica? Tal vez ambas. Pero incluso si fue un acto de fe en sus lecturas históricas, el momento elegido —con el caso Nicolás Petro ardiendo, hospitales colapsando y las protestas uribistas creciendo— revela cálculo político. El problema: el remedio fue peor que la enfermedad.
No hubo nota diplomática, ni acción legal, ni pedido formal de revisión. Solo ruido. Y en política exterior, el ruido cuesta. El Perú podría considerar estas declaraciones como un gesto de inestabilidad jurídica. Y Colombia, ante el mundo, queda como un Estado cuya voz oficial contradice su propio legado.
Santa Elena no es el tema. Es el síntoma.
Y la cortina, más que humo, soltó cenizas.
Pero también es una alerta. Nuestras fronteras son vivas y exigen presencia del Estado. Y la Cancillería peruana haría bien en difundir con claridad los términos del Tratado Salomón-Lozano. Porque la soberanía también se defiende con memoria.