El otro día, mientras avanzaba mi novela, mi mente se saturó, no quería seguir escribiendo. Las ideas no fluían, las palabras no aparecían: lo clásico ‘fatiga cognitiva’. La tentación de seguir avanzando era fuerte, pero en lugar de eso, me levanté, bajé al jardín de la casa y me puse a mirar las plantitas por un par de minutos, sin pensar en nada concreto.
Esa simple acción no fue solo un respiro; fue una ‘pausa activa’, un concepto que encierra una profunda filosofía. No es solo, descansar para ser más productivo, sino un ‘acto consciente de reequilibrio’, una detención intencionada que afirma la primacía del ser sobre el hacer.
Desde la filosofía del ocio de Josef Pieper, ese instante de desconexión no es un lujo, sino una necesidad. Pieper dice que el verdadero ocio es una actitud contemplativa que permite la recreación del espíritu. Mi mirada perdida entre las plantas del jardín era eso: un momento para existir más allá de la utilidad inmediata, un espacio para la libertad interior que el ajetreo diario a menudo nos arrebata.
Podemos verlo también como una ‘epoché’ fenomenológica. Al pausar, ponemos ‘entre paréntesis’ la tarea, y nos enfocamos en la experiencia inmediata de nuestro cuerpo, la respiración, el entorno. Es una ‘reapropiación del propio cuerpo vivido’, que, en el torbellino del trabajo, a menudo se reduce a un simple instrumento.
La lógica es innegable: existe un principio de rendimientos decrecientes. Forzar sin pausas solo lleva a errores, menor calidad y al agotamiento. Al igual que una máquina necesita mantenimiento, nuestra mente y cuerpo exigen recuperación. Esa breve pausa no solo me despejó la mente, sino que, al regresar a la novela, las ideas fluyeron con claridad renovada. La pausa activa es, en esencia, un ‘reconocimiento de nuestra humanidad’ en la actividad. No es un capricho, sino una estrategia para el bienestar y el rendimiento sostenido. Es la afirmación de que, para ‘hacer’ bien, primero debemos ‘estar’ bien.