El principio de publicidad de la gestión pública no es un adorno democrático: es la piedra angular que permite a los ciudadanos confiar en sus instituciones. Sin esa apertura, lo que surge no es seguridad, sino sospecha. Y la sospecha, cuando se instala en sociedades fatigadas por la corrupción y la impunidad, se convierte en desafección y cinismo. Por eso resulta tan grave la Resolución Directoral 009-2025-DIRTIC-PNP-SEC.Res., con la cual la Policía Nacional decide calificar como “información reservada” a todas las denuncias registradas en sus sistemas informáticos.
La Constitución es clara. El artículo 2, inciso 5, consagra el derecho de toda persona a solicitar información sin necesidad de acreditar interés alguno. La Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Ley N° 27806) desarrolla ese mandato en su artículo 3, con el llamado principio de publicidad: toda información en poder del Estado es pública, salvo excepciones expresas, limitadas y temporales. La PNP, con una disposición administrativa, ha invertido el orden: lo que debía ser excepción se erige como regla.
El exceso es patente. El artículo 16.1.b de la misma ley autoriza reservar información únicamente cuando su divulgación pueda entorpecer investigaciones en curso. La resolución policial, en cambio, extiende esa excepción a la totalidad de las denuncias, activas o archivadas, graves o triviales, recientes o caducas. Una denuncia por hurto prescrita hace diez años recibe idéntico tratamiento que un caso vigente de crimen organizado. Se diluye la distinción que la propia norma exige, y se instala un secretismo indiscriminado.
Peor aún, la resolución establece un plazo automático de cinco años de reserva. El artículo 15 de la Ley de Transparencia señala que la información permanecerá restringida solo mientras subsista la causa que justifique su clasificación. No hay base legal para imponer un blindaje temporal fijo y arbitrario. Lo que se disfraza de cautela procesal es, en realidad, una cortina de opacidad.
Las consecuencias son corrosivas. Se afecta el derecho de defensa, al limitar el acceso de abogados y víctimas a datos fundamentales para sostener sus causas. Se mutila la fiscalización ciudadana y periodística: sin información, no hay forma de medir la eficacia de la Policía ni de detectar negligencias o actos de corrupción. Se vulnera, en fin, el derecho a la verdad, que no solo asiste a las víctimas, sino a la sociedad en su conjunto.
El secretismo absoluto no fortalece la seguridad: la corroe desde dentro. Reservar datos sensibles —testigos protegidos, técnicas de inteligencia— es legítimo y necesario. Pero pretender que todo el archivo policial merece la misma sombra es un acto de autoritarismo burocrático, contrario al orden constitucional.
En un país donde la desconfianza hacia el Estado es endémica, la opacidad no es medicina: es veneno. La transparencia no es un lujo; es la única garantía de justicia y seguridad. Negarla es condenar al Perú a vivir en la sospecha perpetua.