La alarmante cifra de 600 casos de corrupción en el Gobierno Regional de Arequipa, revelada por la Fiscalía Anticorrupción a inicios de diciembre, no solo evidencia un problema estructural, sino pone en evidencia la necesidad urgente de fortalecer los mecanismos de control en la administración pública.
Mientras las autoridades se excusan en la complejidad de las investigaciones, los ciudadanos enfrentan el deterioro de servicios esenciales como salud y educación, perpetuando el círculo vicioso de la desigualdad y el rezago social.
Es preocupante que el 70 % de los casos aún esté en etapa preliminar, lo que esperemos no signifique una falta de celeridad en la impartición de justicia o el desarrollo de un posible clima de impunidad.
Si las negociaciones incompatibles y las colusiones son “el fuerte” en estas denuncias, como señala el fiscal anticorrupción, Arturo Valencia, queda claro que los intereses privados siguen por encima del bienestar público. ¿Cuánto más podemos tolerar que funcionarios públicos negocien con recursos que pertenecen a todos?
En este contexto, el rol de la ciudadanía es clave. Las redes sociales y los medios de comunicación han demostrado ser herramientas poderosas para visibilizar irregularidades, pero no pueden sustituir el deber de las instituciones de actuar con firmeza. Combatir la corrupción exige no solo sanciones ejemplares, sino también un cambio cultural: funcionarios comprometidos, mecanismos preventivos eficaces y una sociedad que exija rendición de cuentas.
El momento de reaccionar es ahora, antes de que este cáncer termine por destruir la confianza en el Estado.