Opinión

La cleptocracia: un cuarto de siglo vigente

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DIARIO VIRAL

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Han pasado 25 años desde que, en una sala del entonces Servicio de Inteligencia Nacional, se explicitó una estrategia destinada a asegurar el control total de las instituciones encargadas de investigar y sancionar la corrupción. En el año 2000, el asesor presidencial expuso ante un grupo de congresistas una fórmula que sintetizaba la arquitectura de ese modelo. Si el Congreso, el Jurado Nacional de Elecciones, el Poder Judicial y el Ministerio Público quedaban bajo influencia directa, el poder político podía operar sin supervisión ni riesgo de responsabilidad. Aquella afirmación no fue una simple constatación: fue la hoja de ruta que orientó un proyecto de poder concentrado. Allí nació la cleptocracia que nos gobierna.

A un cuarto de siglo de distancia, ese patrón conceptual reaparece bajo nuevas formas y con otros protagonistas. La lógica de capturar los órganos del sistema de justicia ha sido asimilada por fuerzas políticas de distintos espectros. Lo relevante no es la coincidencia ideológica —que no existe— sino la coexistencia de intereses: mantener capacidad de influencia en los espacios donde se decide la continuidad de investigaciones y el destino de procesos que involucran a actores políticos.

La reciente aprobación de un predictamen que transfiere a la Junta Nacional de Justicia la designación de fiscales provisionales y jueces supernumerarios es un paso significativo dentro de ese proceso. La medida, respaldada por bancadas diversas, adquiere sentido al observar el contexto acumulado de decisiones de los últimos años. El Tribunal Constitucional fue renovado mediante acuerdos multipartidarios que colocaron a sus miembros con criterios cuestionados por distintos sectores de la sociedad civil. La Junta Nacional de Justicia, por su parte, sufre un proceso político destinado a reemplazar a quienes podían representar un contrapeso en materia de nombramientos y ratificaciones. Y el Ministerio Público ha experimentado tensiones sostenidas, entre ellas la suspensión de la fiscal de la nación Delia Milagros Espinoza Valenzuela y la amenaza pendiente de inhabilitación por diez años.

La suma de estos hechos permite reconocer una tendencia que no depende de una figura central ni de una estructura clandestina como la del año 2000. Hoy el proceso se despliega desde el propio Congreso mediante modificaciones normativas que rediseñan la distribución de poder dentro del sistema de justicia. El traslado de competencias hacia una JNJ bajo cuestionamientos de independencia configura un escenario en el que la provisión de cargos clave podría quedar sometida a criterios políticos más que técnicos. La expresión utilizada hace 25 años —la necesidad de colocar “gente de confianza”— resuena de manera inevitable cuando la lógica institucional se subordina a cálculos de mayoría parlamentaria.

El riesgo para la democracia no proviene únicamente de decisiones de alto perfil. Se instala, sobre todo, en los ajustes técnicos que redefinen quién nombra, quién evalúa y quién ratifica a quienes deben conducir las investigaciones fiscales y resolver los procesos judiciales. La ciudadanía percibe estas modificaciones como asuntos lejanos, pero en ellas se juega la capacidad real del Estado para actuar con independencia frente al poder político.

Recordar la conversación de 2000 no supone una mirada histórica hacia un episodio ya estudiado, sino una advertencia sobre la persistencia de un método que busca neutralizar los frenos y contrapesos del sistema. Los actores han cambiado, las motivaciones públicas también, pero el propósito final —evitar el control sobre quienes ejercen funciones públicas— permanece. Frente a ello, la vigilancia ciudadana y el análisis técnico de cada reforma legislativa se vuelven indispensables. El futuro del Estado de derecho no se define únicamente en los grandes discursos, sino en la suma de decisiones que, paso a paso, pueden fortalecer o erosionar la independencia de la justicia
 

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