La golpiza brutal sufrida por el joven soldado José Daniel E. A. en el cuartel Salaverry de Arequipa no es un hecho aislado, como muchas veces asumen los altos mandos cada vez que se destapa un caso similar que son varios. Este hecho es el reflejo de una cultura institucional podrida que protege al agresor y castiga al denunciante. La violencia dentro del Ejército no se resuelve con comisiones investigadoras ni comunicados vacíos: se necesita justicia efectiva, reparación inmediata y voluntad de erradicar estas prácticas normalizadas.
La víctima no solo debe ser atendida con prontitud, sino con total cobertura por parte de la institución que le falló. Una cirugía plástica que restaure su rostro no es un lujo, es lo mínimo que se le debe. Y sí, el Ejército debe asumir los costos, así luego descuente cada sol del sueldo de los responsables. Eso sería un verdadero acto de justicia: que los agresores asuman el daño que han causado no solo legalmente, sino económicamente también.
Ya basta de minimizar estos casos desde las bases hasta las jefaturas, eso es indignante. La burla al padre del soldado, la prepotencia de decir “no va a pasar nada”, es exactamente lo que garantiza la continuidad del abuso. Esperemos que no haya silencio del comandante general del Ejército, Jorge Luis Agramonte, debe ser aliado de la justicia y no generador de impunidad . Y peor aún, la Inspectoría del Ejército promete investigaciones que históricamente han terminado en nada, sin sanciones ejemplares ni reformas de fondo.
Los soldados no son propiedad del Estado para ser degradados física y psicológicamente. Son ciudadanos en formación que merecen respeto, protección y derechos. Cada caso silenciado abre la puerta a nuevos abusos. Es hora de que el Ejército deje de proteger a los violentos con uniforme y comience a defender a quienes juraron servir a la patria. El silencio no es disciplina, es impunidad que también mancha la bandera.