En medio de una sociedad sensibilizada frente a la violencia familiar y los feminicidios, emerge una verdad incómoda que empieza a ganar visibilidad en redes sociales: varones acusados falsamente por sus exparejas enfrentan procesos penales sin pruebas claras, algunos incluso privados de su libertad. No se trata de negar que la mayoría de las denuncias son reales y urgentes, sino de reconocer que también existe un porcentaje menor, que responde a venganzas o manipulación del sistema. Y cuando la justicia actúa sin contraste de versiones, lo que se pierde es la confianza social.
Videos virales muestran a padres llorando al ser separados de sus hijos o estigmatizados por acusaciones que no resistieron investigación alguna. Lo grave es que, mientras la inocencia se demuestra con tiempo y desgaste emocional, la condena social es inmediata. Esto no solo arrasa con la vida de los acusados, sino que daña a los verdaderos casos, pues alimenta la desconfianza general y puede sembrar dudas injustas sobre mujeres que sí denuncian legítimamente.
En ese contexto, el proyecto de ley del congresista Alejandro Muñante propone sancionar con cárcel efectiva las denuncias falsas comprobadas en procesos por violencia familiar. Aunque polémica, la iniciativa no debe verse como un ataque a las víctimas, y aunque los legisladores la mayoría de actos los hacen con error, esperemos que la propuesta sea un intento de exigir responsabilidad a todos los actores en un proceso judicial. La clave está en el cómo: solo una investigación rigurosa, con garantías para ambas partes, podrá evitar injusticias sin silenciar a quienes verdaderamente sufren violencia.
La línea entre justicia y abuso no puede ser tan delgada. Si queremos un sistema creíble, debe haber mecanismos que castiguen tanto al agresor como a quien miente deliberadamente. Porque no se puede combatir la violencia con más violencia, ni proteger a una parte dañando a la otra.
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