Las urnas argentinas hablaron con silencio. Solo el 23 % del padrón votó en las elecciones legislativas de este domingo 26 de octubre, la cifra más baja en décadas. En un país donde votar fue siempre un acto de pasión política, el desinterés refleja algo más profundo: el hartazgo con la clase dirigente. Ni el carisma disruptivo de Javier Milei ni la persistencia del peronismo lograron despertar entusiasmo. En la era de los extremos, la indiferencia parece haberse convertido en el nuevo partido mayoritario.
Ese mismo desánimo cruza los Andes y encuentra eco en el Perú. Aquí, el Congreso arrastra una desaprobación del 89 %, según Ipsos, y el propio presidente José Jerí —recién estrenado en el cargo tras la vacancia de Dina Boluarte— carga con el rechazo de ocho de cada diez ciudadanos, según Datum. En ambos países, la política perdió el crédito moral que la sostenía: ni los que gobiernan inspiran confianza ni los que aspiran la merecen. La democracia sobrevive, sí, pero entre boletas vacías y mandatos sin legitimidad.
El problema no es solo la corrupción o la incompetencia; es el desencuentro entre representantes y representados. El ciudadano vota porque debe, no porque cree. Los partidos se redujeron a maquinarias electorales sin doctrina, sin proyecto, sin alma. Y cuando el voto deja de ser un acto de esperanza, se convierte en un gesto automático, casi resignado. Es entonces cuando las democracias, aunque sigan funcionando formalmente, se vacían de contenido.
Tanto Argentina como Perú viven un momento de fatiga institucional. Pero la salida no está en renunciar al voto, sino en revalorarlo. La apatía solo fortalece a quienes medran del poder sin control. La política no se limpia absteniéndose, sino participando con conciencia. Porque cuando los pueblos se cansan de elegir, otros deciden por ellos y la democracia muere lentamente, no por golpe, sino por abandono.
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