El hackeo a la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional (DIRIN-PNP) no es solo un golpe informático: es una radiografía de la vulnerabilidad del Estado peruano frente a la ciberdelincuencia. Deface Perú, grupo hacktivista, expuso nombres, movimientos y estrategias de seguridad presidencial, poniendo en riesgo a agentes encubiertos y operaciones contra el terrorismo en el Vraem.
La gravedad de esta filtración va más allá de un error técnico. Cuando la base de datos de inteligencia se convierte en presa de hackers, el país queda expuesto al chantaje digital, al espionaje político y al debilitamiento de la lucha contra el crimen organizado. El Perú carece de blindajes sólidos en ciberseguridad, y hoy la consecuencia se traduce en riesgo de vidas humanas y en pérdida de confianza ciudadana en sus instituciones.
Para un público joven, habituado a vivir conectado, esta crisis es una alerta educativa: no hay vida digital sin protección. Si el Estado no garantiza sistemas seguros, cualquier usuario, desde un estudiante hasta un profesional, queda a merced de ataques que pueden robar identidades, manipular información o incluso destruir proyectos de vida. La ciberseguridad debe entenderse como un derecho ciudadano y una política de Estado prioritaria.
El caso “Dirinleaks” demuestra que la modernidad digital no se mide por la cantidad de redes sociales que usamos, sino por la capacidad de proteger los datos más sensibles de una nación. Si no exigimos responsabilidad y reformas urgentes en ciberseguridad, el Perú seguirá navegando en internet con las puertas abiertas a criminales. Y ese lujo, en pleno 2025, es insostenible para una democracia que pretende resistir amenazas internas y externas.