Opinión

Gestos y memorias del cuerpo

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DIARIO VIRAL

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Julio pasó años criticando los pequeños rituales de su padre: al sacarse el reloj y sortijas con sumo cuidado y alinearlos en su joyero, en el desayuno cortar con el cuchillo las puntas del plátano y el huevo pasado y hacerlos rodajas para comerlos. “Yo no seré así”, juraba. Pero el tiempo, ese escultor silencioso, hizo su trabajo. Hoy, a sus sesenta, Julio se sorprende a sí mismo repitiendo, con una exactitud que le estremece, aquellos mismos gestos que antes le resultaban tan ajenos. Su padre lleva meses muerto, pero habita en la memoria muscular de su hijo. No es falta de carácter; es la huella profunda del amor, grabada en el sistema nervioso. Heredamos más que rasgos físicos: heredamos formas de habitar el mundo.

Esta herencia somática toma formas aún más misteriosas. En una charla íntima, Rosario, la esposa de Julio, compartió su historia. A los diez años, en plena clase, un frío y dolor insólito la dobló en dos. La llevaron a la enfermería escolar. En ese preciso instante, a kilómetros de distancia, su padre moría en un accidente en los patios del ferrocarril donde trabajaba. Su cuerpo supo lo que su mente ignoraba. No fue un presagio sobrenatural; fue la manifestación extrema de un vínculo invisible. La ciencia llama a esto ‘interocepción exacerbada por el trauma’ o ‘sincronización afectiva’, donde el estrés agudo de un ser querido puede resonar, de modos aún no del todo explicados, en nuestro organismo.

Las anécdotas de Julio y Rosario nos revelan una verdad conmovedora: no somos islas. Estamos tejidos con los hilos de quienes nos precedieron. Los gestos de Julio son un diálogo póstumo con su padre; el dolor súbito de Rosario fue la primera herida del duelo. El cuerpo, en su sabiduría silenciosa, guarda registros que la razón no cataloga. Llevamos fantasmas vivos en nuestros hábitos y en nuestras corazonadas. No son espectros que atormentan, sino presencias que nos recuerdan que el amor y la conexión dejan marcas indelebles, más allá de la muerte. Reconocer estos ecos no nos debilita; nos humaniza, mostrándonos como seres profundamente vinculados, portadores de un legado que se expresa, a veces, en un simple gesto o en un escalofrío inexplicable.

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