En Arequipa, tierra de sillar y carácter indomable, las peleas de toros no son simplemente un espectáculo rural: son parte del alma de su cultura popular. Desde los distritos de Characato hasta Sachaca, estas contiendas representan un símbolo de identidad, orgullo y herencia campesina. No se trata de una tauromaquia sangrienta como la española, sino de enfrentamientos entre dos toros que miden su fuerza y bravura, sin intervención directa.
Los defensores de esta tradición argumentan que los animales no mueren en el ruedo, que son tratados con respeto, y que estas peleas fortalecen los lazos comunitarios durante las festividades. Criar un toro de pelea es un arte transmitido por generaciones. Para muchos, suspender estas prácticas sería atentar contra su memoria cultural y forma de vida, afectando incluso la economía local que gira en torno a estas celebraciones. Artesanos, criadores, músicos y comerciantes dependen de esta actividad que mueve multitudes y genera identidad compartida.
Muchos de sus críticos, sin embargo, no conocen a fondo la realidad del campo. Acusan de maltrato sin considerar que estos animales son criados con más cuidado que muchos animales domésticos. Se alimentan con lo mejor, reciben atención veterinaria constante y viven libres, entrenando en condiciones naturales. La pelea no es forzada ni artificial: responde a un instinto de jerarquía presente en la especie. Negarles eso, ¿no sería también ir contra su naturaleza?
Además, la cultura no puede analizarse desde una sola perspectiva. Lo que para algunos es violencia, para otros es patrimonio. Las tradiciones no deben medirse solo con parámetros urbanos o globales. Prohibir de forma abrupta estas expresiones sería imponer una visión única, sin diálogo ni respeto por las costumbres locales.
El reto está en proteger la cultura sin caer en extremismos. Las peleas de toros, bien reguladas, pueden convivir con una ética que respete a los animales y al mismo tiempo a las personas que las practican con orgullo.
Arequipa, con su espíritu firme y orgulloso, debe liderar ese diálogo auténtico: uno que respete su historia sin renunciar a su derecho a conservarla viva. La cultura no se impone: se defiende con convicción.