El martes 4 de noviembre de 2025, la fiscal suspendida Elizabeth Peralta Santur se entregó finalmente a las autoridades judiciales tras permanecer seis días prófuga. El Juzgado Supremo de Investigación Preparatoria, a cargo del magistrado Juan Carlos Checkley, había ordenado su captura nacional e internacional el 29 de octubre, luego de comprobar que Peralta no se encontraba en los domicilios que había declarado.
Su liberación inicial —dictada el mismo día, bajo caución de S/10 000— fue anulada por incumplir las restricciones impuestas.
La justicia, otra vez, llegó tarde y por obligación, no por convicción.
Peralta enfrenta cargos por tráfico de influencias y cohecho activo, en una investigación vinculada a una presunta red que buscó recuperar barras de oro incautadas por el Ministerio Público en 2020.
En este caso también figuran el empresario Javier Miu Lei y el exconductor Andrés Hurtado, señalados por su presunta participación en gestiones irregulares para favorecer intereses particulares. Lo que comenzó como una operación legal de recuperación de bienes terminó revelando un circuito de favores, contactos y dinero que deja en entredicho la independencia de la justicia.
El control de identidad realizado este martes en el despacho del juez Checkley certifica la presentación de Peralta y garantiza la continuidad del proceso. Sin embargo, el daño institucional ya está hecho. ¿Cómo confiar en un Ministerio Público que investiga la corrupción mientras una de sus fiscales es investigada por los mismos delitos? La Autoridad Nacional de Control del Ministerio Público amplió por tres meses más la suspensión de Peralta, medida que se ejecutará tras su reaparición.
Cada episodio como este refuerza la sensación de que el sistema de justicia peruano opera más como refugio que como guardián de la ley. Quien juró proteger la justicia terminó huyendo de ella. Y mientras la impunidad siga encontrando excusas y retrasos, el Perú seguirá viendo cómo la justicia llega, muchas veces tarde.