El Evangelio de este domingo (Jn 2,13-22) nos relata que, habiendo ido Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua de los judíos, encontró en el templo a los vendedores de animales y a los cambistas y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo diciendo: «no conviertan en un mercado la casa de mi padre».
¿Por qué obró así Jesús, si la venta de los mencionados animales y monedas era parte normal del culto judío de su época?
Jesús lo hizo como un signo profético a través del cual anticipó el nuevo culto a Dios que Él mismo había venido a inaugurar.
De hecho, cuando los judíos le preguntan con qué autoridad lo ha hecho, pues Jesús era un simple peregrino que no tenía ninguna función en el templo, les responde: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré», haciendo referencia, todavía de modo velado, a lo que harían con Él: destruirían su cuerpo en la cruz y al tercer día resucitaría.
De esta manera, como explicó el papa Benedicto XVI: «Con la Pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo, Cristo resucitado» (Angelus, 11.III.2012).
Ya no necesitamos ofrecer a Dios el sacrificio de animales, porque Jesús, que se ha ofrecido en sacrificio por nosotros, «es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Y si en el Antiguo Testamento el lugar por excelencia de la presencia de Dios era el templo de Jerusalén, ahora tenemos un templo no hecho de piedras: el cuerpo de Jesucristo resucitado, en el cual los cristianos somos injertados como piedras vivas para adorar a Dios en espíritu y en verdad, con las buenas obras de nuestra vida cotidiana.