La reciente visita de la presidenta Dina Boluarte a Arequipa ha generado más atención por su blindaje policial que por sus anuncios de gestión. Tras el tenso episodio vivido en el Cono Norte el 1 de julio, donde recibió abucheos e insultos, el retorno de la mandataria se dio bajo estrictas medidas de seguridad y un discurso cargado de victimización política. Este giro estratégico plantea una pregunta de fondo: ¿puede un líder gobernar apelando al aislamiento institucional?
Durante la inauguración de la planta solar San Martín en La Joya, Boluarte denunció la inestabilidad presidencial crónica del país y culpó a los “intereses particulares” de la constante remoción de mandatarios. La jefa de Estado apeló a la necesidad de unidad nacional para cumplir el periodo constitucional. Sin embargo, sus palabras no logran despegarse del contexto: su gobierno enfrenta siete investigaciones por corrupción hasta el primer trimestre de 2025.
Aunque aseguró que su administración “jamás ha robado ni un sol”, lo cierto es que el país observa con escepticismo. La población ya no reacciona solo a los discursos, sino a los hechos y los resultados. La transferencia del centro de convenciones de Cerro Juli —que debió concretarse en junio y se pospuso sin explicación— demuestra que las promesas siguen acumulándose sin cumplir los plazos. La gestión no puede pedir confianza sin ofrecer eficiencia.
El despliegue policial, que cubrió desde la avenida Las Convenciones hasta el Terminal Terrestre, refleja una realidad preocupante: un gobierno que necesita barreras para acercarse a su gente. La seguridad presidencial es un derecho, pero el blindaje como método constante revela una desconexión política que, lejos de calmar los ánimos, los intensifica. Más que discursos defensivos, el país necesita decisiones que restauren el vínculo entre ciudadanía y poder.
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