Un estudio encargado por Capitalismo Consciente Perú a fines del año pasado, reveló que un tercio de los empresarios entrevistados en Lima y Callao piensa que no es responsabilidad de los empresarios involucrarse en temas políticos, sino producir y generar bienestar económico para el país. Una encuesta de Ipsos Perú para CADE Ejecutivos 2024 encontró que el pesimismo de los empresarios sobre la situación del país llegó al 63 %.
Otro estudio, llevado a cabo también por IPSOS entre 2109 y 2022, descubrió que solo el 28 % de las personas encuestadas se siente cercano a las empresas, principalmente las grandes o más conocidas, y que menos de la mitad tiene una opinión favorable y confía en ellas.
Las aciagas expectativas del empresario, combinadas con una desfavorable opinión de la gente sobre su papel en la sociedad no podrían tener un peor aderezo que la confesión de Fernando Cillóniz –empresario de larga trayectoria directiva en proyectos de inversión, ex gobernador regional y, hasta hace unos días, preclaro aspirante a una candidatura presidencial–, en la que admite ser representante legal de una de las empresas que más perjuicios le generó al Estado y a las millones de esperanzas de mejora que los ciudadanos creyeron encontrar en cada una de las obras que la corrupción se empeñó en ejecutar.
Si se querían argumentos sobre la desconfianza que tiene la ciudadanía de los empresarios (ciudadanos también, con capacidad de hacer grandes inversiones) Cillóniz se ha encargado de ofrecerlos. No es que sea un delito ser representante legal de un par de empresas de Odebrecht, la corporación que cebó con sobornos millonarios a presidentes, autoridades locales y hasta periodistas a lo largo de las extensas latitudes de Latinoamérica, ni que el mentado empresario restrinja su propio quehacer profesional a costa de sacrificar sus necesidades; pero si en algún lugar de la estantería empresarial tienen espacio la ética, el buen criterio y la empatía, visitar ese lugar debería ser la primera opción antes de tomar una decisión algo, digamos, trascendental como ésta, a diferencia de lo que piense Cillóniz de esta nimiedad anecdótica, según su mirada.
No necesitamos empresarios entregados a la abnegación, buscando un cupo para la santidad. Un empresario de generosidad sin cálculo sería un empresario imprudente. Pero imprudente también, y socialmente nocivo, es aquel que toma las ganancias y ofrenda las pérdidas a los demás, como suele ocurrir en vastos ejemplos de empresas estatales. Y eso fue lo que hizo la constructora brasileña Odebrecht. Haber pagado sobornos por 788 millones dólares en 12 países de Latinoamérica y África, coludiéndose con el poder corrupto de varios gobiernos y creando un esquema de lavado de activos masivo, un esquema nacido en la petrolera estatal Petrobras, en Brasil, a cambio de grandes proyectos de infraestructura.
Podría parecer indecoroso fusionar la virtud con lo comercial, decía Savater en su “Ética para la empresa”, pero la confianza empresarial convertida en virtud tiene un provecho y eficacia que hace posible aquello que unos llaman progreso cuando las mayorías con buen criterio miran en dirección contraria al abismo y la decadencia.