Opinión

Cuando el tiempo se partió en dos: Navidad y la promesa de la luz

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A pocos días de la Navidad y muy cerca de cuando el calendario marca el 25 de diciembre, el tiempo adquiere una densidad distinta. No es solo el cierre de un año: es la memoria viva de un acontecimiento que partió la historia en dos. El nacimiento de Jesús, ocurrido hace 2025 años, no fue un episodio más en la sucesión de los días. Fue —y sigue siendo— una irrupción.

Desde entonces, la humanidad cuenta el tiempo antes y después de aquel Niño, y con él escucha una proclamación que atraviesa los siglos: gloria de Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Ese anuncio no pertenece al pasado. Se actualiza cada diciembre, cuando la luz vuelve a imponerse sobre la oscuridad, sea en las noches largas del hemisferio norte o en la plenitud luminosa del verano austral. En ambos casos, la Navidad recuerda que la luz no nace de la fuerza, sino de la humildad; no del poder, sino de la entrega. El Evangelio lo dice sin adornos: Dios no eligió un palacio, sino un pesebre; no la seguridad, sino la intemperie; no la imposición, sino el silencio.

La Navidad es, por eso, mucho más que una celebración cultural. Es un llamado interior. En ella, la vida se presenta como don y la historia como posibilidad de redención. La figura de un niño envuelto en pañales introduce una lógica que incomoda: la grandeza se manifiesta en lo pequeño, la salvación comienza en la fragilidad, la esperanza se abre paso donde todo parecía cerrado. Ese mensaje, asumido o no desde la fe explícita, ha moldeado la conciencia moral de Occidente y sigue interpelando a la humanidad entera.

Cada año, este tiempo convoca gestos concretos. Las familias buscan reunirse, las mesas se comparten, la solidaridad se hace visible. No es una casualidad estacional. Es la respuesta —a veces intuitiva— a una verdad evangélica profunda: nadie vive solo para sí. La Navidad reordena prioridades, restituye vínculos y recuerda que la paz no es ausencia de conflicto, sino fruto de la justicia y del amor vivido en lo cotidiano.

Desde una perspectiva espiritual, la Navidad actúa como un examen silencioso. ¿Qué lugar ocupa Dios en nuestra vida? ¿Qué espacio tiene el otro? ¿Cuánto de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de nuestra atención está dispuesto a convertirse en don? El Evangelio no ofrece evasión; propone conversión. Y lo hace con una escena desarmante: un Niño Jesús que necesita ser acogido.

En ciudades donde la fe ha dejado huella profunda en la piedra, en las campanas y en la memoria colectiva, este tiempo adquiere una resonancia particular. No por títulos ni comparaciones, sino por una tradición viva que ha sabido unir devoción y cultura, liturgia y vida diaria. Allí, la Navidad no es solo una fecha: es una pedagogía del alma que invita a mirar hacia lo alto sin dejar de pisar la tierra.

La Navidad contemporánea enfrenta tensiones evidentes: el ruido del consumo, la prisa, el cansancio. Pero el corazón del mensaje permanece intacto. En un mundo fragmentado, el pesebre sigue siendo una propuesta radical de unidad; en medio de la desconfianza, una escuela de esperanza; frente a la soberbia, una lección de humildad.

Por eso, cuando diciembre vuelve, la humanidad —consciente o no— se detiene. Y en ese alto, breve pero decisivo, reaparece la certeza evangélica que sostiene la historia: la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Esa es la noticia. Ayer, hoy y siempre.
 

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