En unas vacaciones universitarias, sin proponérmelo, participé en un espectáculo de magia. Mi buen amigo Joaquín Muñiz, virtuoso del serrucho que lograba melodías clásicas con ese humilde instrumento, me convenció. Aquella lluviosa mañana veraniega, en el salón de actos de Chuquibamba, me convertí en mago. Durante cinco minutos distraje al público y, con un hábil movimiento, saqué un conejo del doble fondo de la chistera. Había desviado su atención.
Al recordar esa aventura, encuentro un símil con ciertos acontecimientos nacionales. Uno de ellos es el recurrente debate sobre la pena de muerte.
La Constitución del Perú de 1993 la contemplaba solo para traición a la patria. Ese mismo año se amplió para delitos de terrorismo. En 1979 se aplicó por última vez en un caso de espionaje. Antes, desde 1957, se ejecutó a diez hombres: siete por matar policías, uno por feminicidio y dos por violar a menores.
Uno de los condenados por violación e infanticidio resultó inocente. Se descubrió tres años después. Aquellas ejecuciones ocurrieron en un contexto de gobiernos militares, reformas sociales, crisis económica y violencia creciente.
En 2006, el gobierno propuso la pena de muerte para violadores y asesinos de menores de siete años. El Parlamento rechazó la medida. Desde entonces, cada gobierno ha resucitado la propuesta ante su incapacidad para frenar la delincuencia. La iniciativa siempre ha coincidido con crisis políticas, protestas y corrupción en las altas esferas.
En Occidente, la pena de muerte sigue vigente en Estados Unidos, Bielorrusia, Guatemala y algunos pequeños estados del Caribe. Ningún país ha restablecido la pena capital en la última década.
Para reimplantarla en Perú, habría que modificar la Constitución vía Congreso o referéndum y denunciar el Pacto de San José. En el mejor de los casos, el proceso tomaría al menos tres años.
Mientras crecen el desempleo, la delincuencia y la corrupción, el gobierno prefiere hablar de la pena de muerte en lugar de ofrecer soluciones reales. Es su truco de magia: una ilusión para distraer a la audiencia.