Qali Warma nació con la idea de alimentar a los escolares de zonas vulnerables, donde los menores asistían a clases con el estómago vacío, víctimas de la pobreza extrema. El programa logró, durante años, salvar de la desnutrición a millones de niños peruanos, sobre todo en comunidades rurales y altoandinas, donde el acceso a alimentos era limitado o nulo. Fue una política pública que inicialmente se ejecutó con sentido social y resultados tangibles.
Es justo reconocer que se trató de una propuesta valiosa impulsada por el expresidente Ollanta Humala, pero con el tiempo, la nobleza del programa fue contaminada por el virus más peligroso de este país: la corrupción. Funcionarios, desde niveles altos hasta operativos, vieron en Qali Warma una oportunidad para lucrar, haciendo pactos con proveedores que ofrecían productos rechazados por el mercado. Lo que no se podía vender al público, se repartía en los colegios, enfermando a niños indefensos.
La ministra de Desarrollo e Inclusión Social, Leslie Urteaga, reconoció en una entrevista radial que “no fue suficiente” Qali Warma para beneficiar a los escolares, lo mismo para Wasi Mikuna, como se había rebautizado al programa. Ambos fracasaron en sus objetivos. Aunque el servicio de alimentación escolar continúa, lo cierto es que la estructura actual ha colapsado.
Hay investigaciones fiscales en curso, y esperamos que no se queden en titulares, sino que terminen en condenas. Porque alguien debe pagar por cada escolar enfermo y cada día perdido de escuela a causa de la ambición.
Hoy el reto del Estado no es crear un nuevo programa desde cero, sino garantizar uno que funcione, con trazabilidad, supervisión técnica real y sanciones ejemplares. La alimentación escolar debe volver a ser sagrada. No se puede jugar con la salud de los más pequeños ni permitir que la codicia se disfrace de asistencia social. El Perú necesita menos discursos y más justicia para proteger a su infancia que debe alimentarse adecuadamente.