La Constitución de 1993 nació en un contexto de autoritarismo tras el autogolpe de 1992, con un Congreso disuelto y un Ejecutivo que concentraba todo el poder. Su aprobación mediante un referéndum cuestionado marcó el inicio de un modelo político y económico que, aunque ha garantizado estabilidad en algunos aspectos, también ha debilitado el equilibrio de poderes y limitado la participación ciudadana.
Uno de sus principales errores como reducir los mecanismos de control sobre el Ejecutivo. Además, el modelo económico que consagra ha impedido reformas urgentes en salud, educación y derechos laborales, dejando al Estado con un rol limitado en sectores estratégicos.
Pese a los intentos de reforma tras la caída de Fujimori en el 2000, la esencia de la Constitución ha permanecido intacta. A través de interpretaciones del Tribunal Constitucional y ajustes menores, se intentó adaptar su aplicación a un contexto democrático, pero sin modificar sus bases estructurales.
El debate sobre una nueva Constitución es inevitable, pero no hay un equipo que lidere un verdadero cambio del marco normativo que garantice un verdadero equilibrio de poderes, participación ciudadana efectiva y un Estado con capacidad de respuesta.
La Carta Magna de 1993, además de tener un origen cuestionable y de tener errores persistentes, tuvo una acción respetable de exparlamentarios cuando aprobaron la Ley 27600, que suprimió en 2001 la firma del exgobernante tras la caída de su régimen de Alberto Fujimori que protagonizó un grandioso escándalo de corrupción y de lesa humanidad probados. No obstante, todo ese pasado de una dictadura desapareció de la mente de los congresistas actuales porque aprobaron restituir la rúbrica del expresidente sentenciado.