Dina Boluarte ha dejado en claro que en el Perú se puede comer con diez soles… excepto en Palacio. La presidenta celebró su cumpleaños número 63 rodeada de mariachis, ministros y un hermetismo que huele más a privilegio que a privacidad. Mientras miles viven con lo justo -cuando no con nada-, ella brinda en la casa de todos con recursos que parecen de nadie. El contraste es tan grotesco como el silencio oficial que lo rodea.
Las imágenes no existen, pero los detalles se filtran como el humo de una vela mal apagada. Marcaron el paso de la noche, las danzas y los regalos políticos, como si el cargo de presidenta viniera con un paquete de fiestas premium. La organizadora fue su asesora y amiga, lo que refuerza una sospecha: el poder no solo aísla, también consiente. Todo esto ocurre mientras las sesiones del Consejo de Ministros continúan acumulando facturas de miles de soles en postres, chicharrones y lomo fino. ¿Se gobierna el Perú desde una mesa servida con dinero público?
Más que una fiesta, esto fue un banquete simbólico. Uno en el que el pueblo no está invitado, pero sí obligado a pagar. Cada bocado en Palacio de Gobierno sabe a desigualdad, y cada sorbo a desprecio. En un país donde la pobreza avanza y la desnutrición infantil es tema de agenda pendiente, el mensaje que deja esta celebración es brutal: los que mandan viven otra realidad, celebran en otro Perú. Uno donde la austeridad es solo discurso y las prioridades, un menú de caprichos.
El problema no es el cumpleaños. Es la desconexión, la desvergüenza y la impunidad. La frase “con 10 soles se come hasta postrecito” ha quedado como una burla cruel en medio de la mesa presidencial. Este no es solo un acto personal, es un gesto político. Y como todo en política, lo simbólico pesa. La presidenta ha dado una señal clara: su gestión no está con los que cuentan monedas para comer, sino con los que, desde la comodidad del poder, las gastan sin contarlas.
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