Cada 31 de octubre, Arequipa se convierte en un escenario donde dos celebraciones de distinto origen se cruzan y, en cierta medida, compiten por el alma cultural de la ciudad: Halloween y el Día de la Canción Criolla. La primera, importada y globalizada, llena las calles y redes sociales con disfraces, luces neón y calabazas; la segunda, profundamente peruana, nos recuerda el eco de las guitarras, el zapateo y la picardía de la música criolla. Ambas conviven, aunque no siempre en armonía.
Halloween ha ganado terreno en las últimas décadas, especialmente entre los jóvenes arequipeños. Las discotecas y centros comerciales lo han convertido en un producto rentable y masivo, símbolo de diversión, consumo y modernidad. En Arequipa, los barrios y colegios organizan concursos de disfraces, y las redes se inundan de imágenes que replican modas extranjeras. No es necesariamente algo negativo: toda cultura viva absorbe influencias y se transforma. Sin embargo, preocupa que esta fiesta, de raíces ajenas, desplace lentamente las expresiones que nos definen y nos conectan con nuestra historia.
El Día de la Canción Criolla, instituido en 1944 para exaltar nuestra identidad musical, parece quedarse cada año más relegado a actos protocolares o a las radios que aún conservan su programación tradicional. En las peñas o en algunos patios de las casonas arequipeñas, todavía se escucha una guitarra que resiste al olvido. Es allí donde se mantiene viva la esencia de lo nuestro: el sentimiento popular, la poesía callejera y el orgullo de ser peruanos.
Arequipa, ciudad de fuertes raíces culturales, no debería permitir que la globalización borre sus matices locales. Celebrar Halloween puede ser divertido, pero también es un buen momento para preguntarnos qué tanto espacio le damos a nuestras propias tradiciones. Tal vez la respuesta no sea elegir entre una y otra, sino lograr un equilibrio: disfrutar de la máscara moderna sin olvidar el sonido de la guitarra criolla que aún vibra en nuestros balcones coloniales.
Porque en el fondo, la verdadera identidad cultural no teme mezclarse, pero sí exige memoria, respeto y emoción compartida. Y en Arequipa, esa memoria tiene ritmo de vals y sabor a patria.
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