Como todos los años, hoy 28 de junio es el día del Orgullo LGBTIQ+, como conmemoración de los disturbios de Stonewall, una serie de manifestaciones espontáneas contra una redada policial en el bar Stonewall Inn, en Greenwich Village. En una sociedad cada vez más abierta y consciente de la diversidad, la Marcha del Orgullo LGBTIQ+ es tal vez una de las manifestaciones sociales y políticas más significativas de las últimas décadas. Más allá de los símbolos y las consignas, esta movilización constituye un acto de memoria, resistencia y dignidad; respetarla es un imperativo ético en cualquier sociedad democrática.
Quienes marchan no lo hacen solo por celebración; lo hacen porque aún persiste la discriminación, la violencia y la desigualdad que afecta a millones de personas por razones de identidad de género u orientación sexual. La historia está marcada por silencios impuestos, por vidas vividas en los armarios, por derechos negados, en ese sentido la Marcha del Orgullo busca quebrar ese silencio y visibilizar esas realidades. No se trata pues solamente de una manifestación exclusiva para la población LGBTIQ+, sino de una invitación a la empatía, al reconocimiento del otro como legítimo y valioso, como un ser con los mismos deberes, pero también con los mismos derechos; en pocas palabras, como un ciudadano real y no imaginario. Hay quienes, incluso al interior de la población LGBTIQ+, argumentan que no comparten el tono o la forma de estas marchas, incluso que no se sienten representados por ella, por sus símbolos y expresiones. Sin embargo, reducir el mensaje a lo superficial (al vestuario, a la música, a los carteles provocadores) es ignorar la esencia misma de su razón de ser. Toda protesta debe y tiene que generar incomodidad, precisamente porque cuestiona el statu quo (es decir el estado actual de las cosas) que muchas veces parece “normal”, pero que excluye. Respetar la Marcha del Orgullo no implica adherirse a todas sus manifestaciones, pero si reconocer la legitimidad de su causa y el derecho de las personas a expresarse libremente y sin temor. En tiempos de polarización no solo local, sino también nacional e internacional, defender el respeto a estas manifestaciones es apostar por una convivencia en la que las diferencias no se supriman, sino que se abracen como parte de lo humano. La libertad de expresión no puede ser selectiva: o se defiende para todos o se pone en riesgo también para todos.
La Marcha del Orgullo nos llama a la reflexión, incluso a quienes no participamos activamente de ella o que no nos sentimos completamente identificados con sus símbolos. Nos recuerda cada año que los derechos no se obtienen “por la buena”, y que mientras haya una sola persona discriminada, rechazada, maltratada y/o asesinada solo por amar de forma distinta o por su identidad, sentirnos y mostrarnos orgullosos no es una moda ni una exageración, es una necesidad.