A los 22 años, José Antonio Vega dejó atrás una carrera en ingeniería para buscar algo más profundo. Su historia no empieza en una escuela, sino en la duda, en la búsqueda de un propósito y termina revelando una vocación: enseñar.
¿Por qué decidió ser profesor? Al principio, estudiar educación fue una forma de escapar. Me fui de Tacna a Arequipa y luego a Lima. Era un momento de mucha confusión en mi vida. Pero mientras más me alejaba de lo que era, más me acercaba a lo que quería ser. En el proceso de huir, me encontré.
¿Por qué decidió enseñar en zonas rurales y no quedarse en la ciudad? Para trabajar en sentido de comunidad. En zonas urbanas es más complicado sacar a los chicos del aula, es difícil. Muchas familias están lejos o trabajan todo el día. Quería vincularme con una realidad que no era la mía directamente. No ir a imponer nada, sino aprender de ellos. Y en el ámbito rural permite explorar aulas multigrado, trabajo diversificado, pero desde la mirada de que no estás yendo a hacer servicio social, estás yendo a cumplir tu rol como docente.
¿Cómo fue su llegada a las escuelas rurales?
Ingresé al programa de Enseña Perú y trabajé en dos comunidades: Cachir y Huaripampa Baja, en Áncash. Estaba frente a aulas multigrado, con niños de varios grados en una misma clase. Todo era nuevo, desafiante. La comunidad tenía otra manera de entender la educación, más dura, más punitiva. Recuerdo que en una reunión de padres me dijeron: “Si quiere, puede pegarle a mi hijo”.
¿Qué sintió ante esa realidad? Fue un choque muy fuerte. Yo vengo de una escuela humanista, que prioriza el desarrollo emocional del estudiante. Al mes, sentí que todo me sobrepasaba. Una vez, lloré en medio de clase. Los niños no sabían qué hacer. Fue ahí que comprendí que necesitaba apoyo. Conversamos con padres, con el director, con los mismos alumnos. Empezamos a construir un nuevo tipo de aula, con acuerdos, con respeto. Poco a poco, cambiamos juntos.
¿Qué logros recuerda con más cariño? Uno muy especial fue cuando los niños pidieron una biblioteca. No teníamos libros ni muebles. Pero entre todos—padres, alumnos, profesores—armamos una biblioludoteca. Yo llevaba libros de literatura infantil y juvenil, los niños leían entre ellos, los llevaban a casa. Así nació también el proyecto familias lectoras: los miércoles en la mañana, padres y madres venían a leer con sus hijos. Algunos no sabían leer bien, otros solo en quechua. Pero la participación fue total.
¿Qué aprendió de la comunidad? Muchísimo. Que el rol del profesor no es imponer, sino escuchar. Que colaborar vale más que controlar. Que la educación no ocurre solo en las aulas, sino en los espacios de confianza, en el diálogo, en los silencios compartidos. Había momentos en los que ya no hablaba yo, sino la comunidad. En quechua, en su idioma. Yo solo observaba. Y aprendía.
¿Cómo empezó a compartir su experiencia en redes sociales? Porque estaba aburrido. Cuando llego a la comunidad, es muy pequeña, conocía a pocas personas, me empecé a frustrar. Vivía en un cuarto pequeño. Dije: necesito algo para refrescar mi mente. Ahí nace la idea de grabar. Subí un video de un día siendo docente rural y pegó al toque. No lo hice porque quería ser influencer. Luego le encontré valor porque muchos ‘profes’ me escribían: “Yo también quiero esa experiencia”, “yo también conozco esa comunidad”. Y empecé a vincularme. Fue por necesidad, pero se volvió un espacio compartido, de vivencias para lograr nuestro mejor objetivo: enseñar lo mejor de nosotros a nuestros alumnos.