El centro histórico de Arequipa se tiñó de morado y fe. Desde los balcones caían pétalos mientras el anda del Señor de los Milagros avanzaba lentamente entre oraciones y cánticos. La imagen, que pesa casi dos toneladas, fue sostenida por hombros firmes y corazones conmovidos, mientras el eco de cada paso se confundía con los aplausos y el murmullo de los fieles que buscaban acercarse, tocar, agradecer.
Entre la multitud, Ana Zapata Zevallos, apoyada en su bastón, alzó la mirada con lágrimas. “El Señor lo es todo, por Él estoy de pie”, dijo con voz temblorosa. Sus palabras resumieron la devoción que une a miles de arequipeños cada octubre, cuando el Cristo Moreno recorre la ciudad, recordando que la fe no se mide en distancia, sino en esperanza.
Frente a la Municipalidad Provincial, el anda se detuvo. Luis Enrique, en silla de ruedas, fue llevado por su madre y su hermana hasta el altar improvisado. Con el cuerpo frágil pero la mirada encendida, recibió la bendición que había esperado todo el año. “Le pido al Señor que le dé fuerzas para seguir adelante”, dijo su madre, Rosa Pérez, mientras las lágrimas se mezclaban con los rezos del público.
Las oraciones resonaron entre la multitud como un himno. Cargadores, devotos, familias enteras: todos unidos por una misma plegaria. En ese instante, Arequipa entera se detuvo, y el silencio sagrado del fervor cubrió las calles —porque, ante el Señor de los Milagros, incluso el dolor se vuelve fe.
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